viernes, noviembre 11
Levantando compuertas
Después de meses de postergación al final fui a hacerle una visita. Me habían dicho que era buenísima, que cuidaba todo los detalles. Tenían razón: bajó las luces, encendió velas, puso aceite en un quemador y la habitación comenzó a oler a vainilla en un segundo. Y no sé cuándo empezó a sonar música tranquila.
Mientras me desnudaba se interesó por mi, me preguntó por mi trabajo, por mi vida y hasta si descansaba de noche. Y todo en un susurro.
Me tumbé y me arropó porque estaba helada. Esto prometía, así que cerré los ojos y me dejé llevar.
Me embadurnó con aceite de romero y en cuánto me tocó me dijo que la retención de líquidos de mis piernas era notoria.
Me masajeó desde los pies hasta la cabeza. Literalmente. Y salvo mi (siempre agarrotada) espalda todo fue un gran placer.
Cuando se detuvo en mi cara, me susurró que lo hacía para que relajara los músculos. Apenas me rozaba. No sé cómo ni por qué pero se me caían las lágrimas. Rogué para que no pensara que soy alguna especie de loca reprimida que llora al menor contacto físico con terceros. Me dio vergüenza, pero no podía dominarme.
Cuando terminamos, una hora y media después, se sentó en el sillón contiguo a esperar que me reanimara.
Me dijo: – estás muy cargada ... y no solo físicamente ... hay algo emocional ahí.
Yo: .....
Ella: no te preocupes.... de a poco.
Cuando salí de su casa, le dije que nos volveríamos a ver.
Creo que estoy embobada con mi masajista.